RUBÉN R. GARCÍA CLARCK
28 DE OCTUBRE DE 2009
Introducción
Los derechos humanos, como lo afirma Antonio-Enrique Pérez Luño, “constituyen una categoría histórica” . En contra de esta aseveración, pudiera pensarse que la definición de los derechos humanos como derechos naturales, es decir, como inherentes a la naturaleza humana y, por tanto, universales, los coloca al margen de la historia. Ciertamente que a la luz de una antropología filosófica de corte iusnaturalista, los derechos humanos son ahistóricos. Sin embargo, si nos atenemos a la idea misma de la universalidad de los derechos humanos, resulta que es hasta la edad moderna cuando aparece tal idea. Como escribe Gregorio Peces Barba:
Sin perjuicio de los antecedentes greco-romanos o medievales, la idea de universalidad de los derechos aparece en el mundo moderno, desde el humanismo jurídico, y el iusnaturalismo renacentista y alcanza plenitud con la filosofía de la ilustración, que fortalecía la idea de universalidad, desde principios racionales y abstractos válidos para todos los tiempos y todas las naciones .
Así surge la universalidad racional de los derechos humanos, que tendrá expresión política y jurídica en las declaraciones, constituciones y estados que derivan de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. Esta etapa constituye, en la formulación de Peces-Barba, la universalidad de los derechos humanos como punto de partida. Para alcanzar la universalidad como punto de llegada tendrá que darse un proceso de especificación que, mediante medidas compensatorias, resuelva la situación de desigualdad de condiciones materiales que impide a sectores específicos de la sociedad el ejercicio efectivo de los derechos de los que nominalmente son titulares, en su calidad de seres humanos. Como lo explica el mismo Peces-Barba:
El proceso de especificación de los derechos supone que frente a los derechos del hombre y del ciudadano que son los del modelo inicial de la ética pública de la modernidad, los individuales, civiles y políticos, se produce una concreción de los titulares, que no abarcan ya al genérico “homo iuridicus”, destinatario general de esas normas de derechos humanos de las primeras generaciones, sino que se centran en aquellos colectivos situados por razones culturales, sociales, físicas, económicas, administrativas, etc., en una situación de inferioridad que es necesario compensar desde los derechos humanos. Son derechos fundados en el valor igualdad y que utilizan la técnica de la equiparación, si lo vemos desde el punto de vista de los objetivos, y de la diferenciación, si lo vemos desde el punto de vista de los medios empleados…
Podríamos decir que son derechos que surgen precisamente para que sus destinatarios puedan llegar a gozar igual que el resto de los titulares, de los derechos individuales, civiles y políticos de los mismos…
Si lo vemos desde este punto de vista, debemos convenir que la razón de su existencia puede abarcar también a aquellos derechos económicos, sociales y culturales que, impulsados por el socialismo democrático y el liberalismo progresista, se ponen en marcha en el seno del Estado social para favorecer a los trabajadores y a los menos favorecidos para que puedan satisfacer necesidades básicas para su desarrollo personal, y que no podrían alcanzar sin esa ayuda .
Como se puede notar, este proceso de especificación trae consigo la formulación de nuevos derechos, pero no como un mero agregado a los preexistentes, sino como derechos de segunda generación que coadyuvan al ejercicio de los pertenecientes a la primera generación. Esta función de garantía social que cumplen los derechos de la segunda generación respecto de los de la primera debe verse de manera bilateral, toda vez que la positivización de los derechos económicos, sociales y culturales depende de un ejercicio de los derechos civiles y políticos con un sentido más solidario que egoísta y más colectivo que individualista.
1. Las revoluciones burguesas y el nacimiento de los derechos fundamentales como universales
En este capítulo se pretende dar cuenta del nacimiento de los derechos fundamentales en calidad de derechos universales como resultado de las revoluciones burguesas del siglo XVIII. También se pretende analizar la relación de dependencia de los derechos universales con respecto a los intereses de la burguesía, así como la posibilidad de separar a unos de los otros. Cabe mencionar que el análisis del contexto de aparición de los derechos fundamentales se hace en lo general como referido a dos escenarios en particular: Francia y América.
1.1 Conceptualización de los derechos fundamentales a partir de su génesis histórico-social
De acuerdo con Dieter Grimm “los derechos fundamentales son un producto de las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII y pertenecen al programa del moderno Estado constitucional, del cual proceden” . En otras palabras, los derechos fundamentales tienen una marca burguesa de nacimiento. En este sentido, la definición de tales derechos tiene que ser, en primer lugar, histórica, ya que aparecen en un momento particular de la historia como “forma específica de protección jurídica que rompió con sus precursoras en aspectos esenciales” .
En la visión de Grimm, la particularidad de los derechos fundamentales contenidos en las constituciones modernas radica en su fundamento, a saber: “el carácter universal de la persona” . En cambio, “las antiguas libertades jurídicas no se habían fundado en la cualidad de la persona sino en un status socialmente determinado o en la pertenencia a una determinada corporación, y sólo excepcionalmente habían protegido a individuos, pero jamás a todos sino únicamente a los privilegiados de forma individual” .
Paradójicamente, la particularidad de los derechos fundamentales en el horizonte burgués es su universalidad. En efecto, como lo muestra Grimm, los derechos de libertad en la Virginia Bill of Rights (1776) y en la Déclaration des droits de l’homme et du citoyen (1789) son universales, ya que sus titulares son todos los hombres. Como también lo destaca Grimm, la universalidad de los nuevos derechos tiene su fundamento en la naturaleza humana, toda vez que los hombres los poseen de manera natural, en tanto que han nacido libres e iguales en derechos. Estos derechos, naturales e imprescriptibles, le son inherentes a todos los hombres.
Otra característica importante que imprime la sociedad burguesa a los derechos fundamentales, siguiendo a Grimm, es que tienen como finalidad la autodeterminación individual, es decir, postulan la libertad como fin en sí misma, como poder discrecional del individuo. Esta orientación de las libertades contrasta con la que tenían en los sistemas antiguos, donde apuntaban a reproducir el orden jerárquico como “meros privilegios o condiciones previas al cumplimiento de una función social” .
Derivado de lo anterior, las libertades modernas tienen un carácter abstracto, ya que no responden a un fin concreto, determinado, sino que son libertades de los individuos como sujetos libres en general, los cuales dejan de estar sujetos a obligaciones particulares, propias de la sociedad estamental. Tales libertades abstractas son agrupadas por Grimm de la siguiente manera: 1) libertad de la persona; 2) libertades de conciencia, de prensa y de opinión, así como las de asociación y asamblea; 3) libertades de contratación y empresa, además del derecho a la propiedad; 4) igualdad en la libertad.
Evidentemente, este último tipo de libertad constituye el presupuesto de todas las anteriores, ya que son libertades de todos por igual. La igualdad jurídica, entendida como igualdad de derechos de todos los individuos, es un valor implicado en la noción de “persona en sentido natural” .
Como se puede notar, los derechos fundamentales que proclama la sociedad burguesa chocan frontalmente en todos sus aspectos con los derechos propios de la sociedad estamental. Tal contraste se puede resumir en el siguiente cuadro.
ASPECTO DERECHOS
SOCIEDAD ESTAMENTAL SOCIEDAD BURGUESA
Alcance Particular Universal
Fundamento Orden jerárquico natural Naturaleza humana
Titulares Estamentos Hombres
Finalidad Cumplir una función social específica Autodeterminación individual
Nivel en el que se postulan Concreto Abstracto
Valor implícito Desigualdad de los sujetos Igualdad de la persona
Ante la coincidencia temporal de los derechos postulados con validez universal y la sociedad burguesa, Grimm se pregunta si existe una relación interna entre “burguesía, libertad individual y protección de la libertad por los derechos fundamentales” . Nuestro autor contesta que el orden burgués puede implantarse sin necesidad de los derechos fundamentales, pero que éstos cumplen para aquél una valiosa función de garantía adicional de sus intereses, plasmados en el derecho privado, frente al Estado.
Grimm explica que en su desarrollo la burguesía choca con las barreras estamentales, ante lo cual proclama la consigna de “libertad igual para todos”, con el fin de combatir a los estamentos superiores, exhibiendo la injusticia de sus privilegios, así como buscando el apoyo de los estratos inferiores. Sin embargo, no bastaba que se reconocieran nuevos derechos a la burguesía sino que también era necesario quitar de las manos del Estado la posibilidad de redistribuir los derechos en sentido particular. De aquí la necesidad de establecer derechos universales a nivel constitucional como medida de prevención de nuevas revoluciones. En palabras de Grimm:
Si el Estado caía en malas manos o si sus funcionarios desarrollaban intereses propios de organizaciones específicas, el logro del bien común y la justicia no podía sino frustrarse. Por esta razón se impidió al Estado intervenir en la esfera social, limitándolo a su función de garantizar la libertad igual. Ésta era, a su vez, una tarea jurídica; sin embargo, puesto que el Estado tenía al mismo tiempo que implantar e imponer el derecho, sólo podía lograrlo mediante una diferenciación del orden jurídico en una parte producto del Estado y que obliga a los ciudadanos y otra que resulta de los ciudadanos como titulares del poder estatal y con primacía sobre éste, de la cual dependía el Estado para la implantación e imposición del derecho. Fue precisamente esta función la que desempeñaron los derechos fundamentales .
Grimm abona esta tesis apelando a la función de los derechos fundamentales en la imposición y estabilización del modelo social burgués en los casos de Inglaterra, América, Francia, Alemania y Polonia . Nuestro autor llega a la conclusión de que los derechos fundamentales requieren de la sociedad burguesa para existir pero no a la inversa, toda vez que “la sociedad burguesa se constituye en primer lugar en el derecho privado” . El derecho ordinario, aclara Grimm, hace jurídicamente viable a la sociedad burguesa, “lo cual explica por qué pueden existir sociedades burguesas o semiburguesas sin derechos fundamentales” . Sin embargo, estos derechos vienen a cumplir una valiosa función de garantía, de tal suerte que el Estado no sólo impone el derecho ordinario a las personas privadas sino que también él mismo lo respeta.
Una pregunta adicional, relacionada con la anterior, que se plantea Grimm, es sobre la posibilidad de separar los derechos fundamentales de sus condiciones originarias, habida cuenta de la relación de dependencia que nuestro autor descubre de tales derechos con la sociedad burguesa. Queda claro que esa dependencia forma parte del contexto de aparición de los derechos fundamentales, porque es la burguesía la clase que los postula y la que está en condiciones materiales de ejercer tales derechos en su beneficio, pero el carácter universal de los mismos los pone como un ideal a alcanzar por los estratos sociales inferiores. Este movimiento hacia arriba sería complementario del movimiento hacia abajo que resultó de la propia revolución burguesa en Francia cuando redujo a los estratos superiores al nivel del Tercer Estado, vale decir, cuando “allanó” al estado noble y al estado eclesiástico bajo el rasero de la igualdad jurídica .
Grimm responde que la validez universal de los derechos fundamentales les permite trascender tanto las condiciones que permitieron a la burguesía ejercerlos y no así a los estratos inferiores como el vaciamiento que hizo la propia burguesía de todo contenido de los derechos que contraviniera sus intereses. En otras palabras, la burguesía degradó los derechos fundamentales al circunscribirlos a sus intereses particulares, después de haberlos utilizado en su acepción más universal para combatir a sus enemigos de clase en el momento de la ruptura con el antiguo régimen. Si se trata de recuperar su universalidad original como base para la construcción de un nuevo consenso social, entonces deben distinguirse los derechos fundamentales de la interpretación facciosa que hizo de ellos la burguesía madura. Como bien lo aclara Grimm: “no fueron los derechos fundamentales, sino una determinada interpretación de los mismos, lo que determinó el fomento de los intereses de la burguesía”. En consecuencia, como colige el mismo Grimm, “sólo parece consecuente vincular las correcciones a la Ley Fundamental en términos de Estado social, no al contenido de los derechos fundamentales, sino a su función. En tales circunstancias, los derechos fundamentales no están abocados al fracaso por una tendencia incorporada a ellos en favor de los intereses burgueses. Más bien su futuro depende de si el valor supremo al que dan expresión jurídica, a saber, la libertad individual igual, sigue siendo capaz de producir consenso” .
De esta manera, Grimm deja abierta la posibilidad de trascendencia de los derechos fundamentales, en virtud de su validez intrínseca, más allá de su contexto de aparición.
1. 2 Contexto de aparición de los derechos fundamentales
Contra lo que pudiera pensarse, el nacimiento de los derechos fundamentales no se dio en Inglaterra, en el marco de la Glorious Revolution de 1688, sino en América, en el contexto de la Independencia de los Estados Unidos, en 1776.
Desde luego que la revolución burguesa en Inglaterra constituyó un antecedente importante en la codificación de los derechos fundamentales, pero todavía insuficiente. Como escribe Grimm: “El carácter de derechos fundamentales de las declaraciones inglesas obedece a que elevaron jurídicamente el common law a una posición especialmente sensible hacia la libertad, proporcionándole una garantía adicional pero en modo alguno preeminente. Vinculaban al aparato ejecutivo del Estado, pero no al poder estatal por antonomasia, del cual participaba el parlamento. De ahí que se pueda decir… que en Inglaterra tuvo lugar un proceso de conversión de los derechos de libertad en derechos fundamentales, pero no una constitucionalización” .
Fueron precisamente los colonos de origen inglés en América quienes culminaron el proceso de constitucionalización de los derechos fundamentales ante las “deficientes garantías inglesas de la libertad”, que se manifestaron con la violación del principio No taxation without representation en contra de las colonias por parte del parlamento británico. La metrópoli intentó justificar tal violación apelando a la soberanía del parlamento y a la virtual representación que en éste tenían los colonos. Estos últimos, insatisfechos con el argumento, rompieron con la metrópoli invocando el derecho natural en su declaración de independencia. Grimm valora este episodio de la siguiente manera: “Es en este acontecimiento del año 1776 donde se halla la cesura decisiva entre las antiguas y las nuevas formas de protección jurídica de la libertad y el que marca el comienzo de la historia moderna de los derechos fundamentales” .
Para Grimm, la historia de los derechos fundamentales va a tener continuidad en Francia, aunque se desarrolla de modo un poco diferente que en América, toda vez que en el continente europeo no existía una tradición de derechos semejante a la británica, por lo cual la ruptura revolucionaria apuntaba, en primer lugar, al establecimiento de un orden burgués y, en segundo término, a la constitucionalización de los derechos. De esta manera, los derechos fundamentales tuvieron una vigencia constitucional más declarativa que legal, mientras que los intereses de la burguesía tenían expresión jurídica plena en el derecho ordinario, incluso bajo el régimen bonapartista. Al respecto, Grimm hace el siguiente balance: “De este modo la libertad indivisible para la Revolución, se desintegró en una libertad privada de carácter permanente y en una libertad pública sujeta a revisión” .
Grimm considera otras dos regiones donde también aparecen los derechos fundamentales, Alemania y Polonia, pero aclara que no alcanzaron a tener un estatus relevante. En el primer caso, la burguesía alemana formuló proyectos que contenían derechos fundamentales, pero no tuvo la fuerza necesaria para imponerlos, por lo que los príncipes alemanes los aceptaron como meros permisos, como “autolimitaciones que podían ser revocadas en cualquier momento” . Fue hasta el siglo XIX que en Alemania tales derechos se convirtieron en “derecho supremo, vinculante sin excepción para el poder del Estado” , con la salvedad de que no se formularon como derechos naturales sino como derechos de los ciudadanos del Estado. También dentro del ámbito alemán, Grimm destaca el caso de Prusia, donde florece la sociedad burguesa y naufragan los derechos fundamentales. Este caso confirma la tesis arriba referida de que puede haber sociedad burguesa sin derechos fundamentales pero no a la inversa. Ciertamente habría que matizar esta tesis en los siguientes términos: la condición necesaria y suficiente para el surgimiento de los derechos fundamentales es una sociedad burguesa capaz de imponerlos, así como dispuesta a utilizar los mismos como garantía constitucional de sus intereses.
Por cuanto a Polonia, este país merece la atención de Grimm porque se trata del escenario donde tuvo lugar la primera constitución europea, el 3 de mayo de 1791. Sin embargo, el propio Grimm observa que la constitución polaca no estaba asentada en una estructura social de carácter burgués, por lo que interesa únicamente como un caso que confirma la siguiente tesis: de la existencia de una constitución “no puede inferirse la validez de los derechos fundamentales” . En otras palabras, parafraseando a Immanuel Kant: constitución sin burguesía es vacía, burguesía sin constitución es miope.
1.3 Culturas de los derechos y libertades en las revoluciones francesa y americana
Marurizio Fioravanti identifica tres modelos o formas de fundar los derechos y las libertades en el plano teórico doctrinal: historicista, individualista y estatalista. Tales modelos son propios de la edad moderna. La distinción entre los tres modelos radica en el peso relativo diferenciado que asigna cada uno a las dimensiones histórica, individual y estatal en la fundamentación de los derechos y las libertades. En esta lógica, el modelo historicista da mayor peso al legado histórico medieval en materia de derechos y libertades; el modelo individualista otorga mayor importancia a la capacidad de los sujetos individuales para establecer derechos a través del contrato social; el modelo estatalista atribuye al estado y sólo al estado la capacidad para instaurar derechos, mediante un pacto (acto de subordinación de todos los individuos al poder soberano).
Cabe destacar la comparación que hace Fioravanti entre los modelos historicista e individualista:
Cultura individualista y cultura historicista de las libertades se encuentran preliminarmente en un punto, el relativo a la relación existente con el pasado medieval. Aquí está, en nuestra opinión, la gran diferencia entre los dos modelos. En efecto, mientras la cultura historicista de las libertades busca en la edad media la gran tradición europea del gobierno moderado y limitado y, en algún modo, empuja al constitucionalismo moderno que quiera convertirse en protector de aquellas libertades a compararse con el legado medieval, la cultura individualista tiende por el contrario a enfrentarse con el pasado, a construirse en polémica con él, a fijar la relación entre moderno y medieval en términos de fractura de época. En otras palabras, la edad moderna… es la edad de los derechos individuales y del progresivo perfeccionamiento de su tutela, precisamente porque es la edad de la progresiva destrucción del Medievo y del orden feudal y estamental del gobierno y de la sociedad .
El desacuerdo con relación al legado medieval también lo van a tener el modelo historicista y estatalista, toda vez que este último se niega a reconocer derechos precedentes a la constitución del estado. Por cuanto al contraste entre los modelos individualista y estatalista, Fioravanti lo centra en dualidad entre libertad y poder, necesaria para los individualistas e inadmisible para los estatalistas Otra divergencia importante estriba en el tipo de relación entre los individuos que da origen al Estado. Al respecto apunta Fioravanti lo siguiente:
En el modelo estatalista se admite y se afirma que el Estado nace de la voluntad de los individuos, pero tal voluntad no puede ser representada con el esquema negocial y de carácter privado del contrato (contract) entendido como composición de intereses individuales distintos. Para hacer al Estado verdaderamente fuerte y dotado de autoridad, su génesis debe depender de otra cosa, que es en síntesis el pacto (pact): solamente con el pact se logra por fin liberar al ejercicio del poder constituyente de toda influencia de carácter privado, situándolo completamente en el plano de la decisión política. Para la cultura estatalista, tal decisión –la que conduce a fundar el Estado- es propia, específica e íntegramente política, ya que está libre de todo consciente cálculo privado de conveniencia por parte de los individuos. Estos últimos ya no están representados como sujetos racionales a la búsqueda, mediante el contrato, de condiciones mejores de ejercicio y de tutela de los derechos que ya poseen –en el estado de naturaleza-, sino como sujetos desesperadamente necesitados de un orden político, que no poseen nada concreto y definitivo y que –precisamente por eso- no pueden desear y querer otra cosa sino el Estado políticamente organizado .
Así vistas las cosas, para el modelo estatalista el pacto instituye un poder soberano, que puede ser denominado pueblo o nación, el cual tiene valor en sí mismo y no como mero instrumento de los individuos para garantizar sus derechos y libertades. En cambio, el modelo individualista encuentra en el contractualismo un valioso complemento, toda vez que los individuos encuentran la garantía de sus derechos, especialmente a la libertad y a la propiedad, en la celebración de contratos interindividuales, cuyo garante de cumplimiento es el Estado. Esta complementariedad entre individualismo y contractualismo dará lugar a que Fioravanti se refiera en lo sucesivo al modelo individualista como “individualista y contractualista”.
Desde la óptica de estos modelos abstractos, Fioravanti procede a caracterizar las revoluciones burguesas en Francia y América ocurridas en el último cuarto del siglo XVIII. En efecto, nuestro autor observa en el caso de la revolución francesa “la formación de una cultura de las libertades que resulta de una combinación entre el modelo individualista y contractualista, de una parte, y el estatalista de otras” . Por cuanto a la revolución americana, ésta le sugiere un perfil también individualista y contractualista, pero combinado con rasgos del modelo historicista.
Como se puede notar, las dos revoluciones tienen en común los rasgos individualistas y contractualistas, aunque matizados en un caso por el modelo estatalista y en el otro por el historicista. Tal coincidencia nos sugiere que el individualismo y el contractualismo constituyen rasgos estructurales de la cultura de los derechos y la libertad en la sociedad burguesa. En cambio, las divergencias se presentan por el diferente peso asignado por ambas revoluciones al legado histórico y al Estado. ¿A qué se deben tales diferencias?
Fioravanti explica que los revolucionarios franceses repudiaron en su conjunto al antiguo régimen, al que consideraban defensor de la desigualdad y los privilegios estamentales, mientras que los revolucionarios americanos no tenían que combatir régimen anterior alguno sino acaso a un parlamento y a un rey que tomaban decisiones sobre las colonias sin consultar a los colonos. Además, los ingleses americanos hicieron una valoración positiva de su pasado, ya que contaban con la tradición del common law como una fuente preestatal de derechos y libertades.
Ahora bien, la ruptura con el pasado llevó a los revolucionarios franceses a adoptar el modelo estatalista, que les permitiera cancelar el antiguo régimen y constituir uno nuevo. En cambio, los revolucionarios americanos reivindicaron su patrimonio histórico de derechos y libertades, al mismo tiempo que desconfiaban de sus propios legisladores, por la tendencia de todo legislador a ver los derechos y libertades como producto y no como presupuesto de su trabajo legislativo. Esta tendencia había que contrarrestarla mediante la consagración constitucional de los derechos, en un marco de rigidez constitucional y bajo el “principio fundamental del gobierno limitado con fines de garantía” .
Por cuanto a la combinación entre el modelo individualista y contractualista con el estatalista en el caso francés, Fioravanti destaca dos factores nuevos con respecto al tradicional modelo constitucional británico, a saber, el legicentrista y el constituyente. El primero corrige el individualismo en un sentido estatalista al establecer la ley (expresión de la voluntad general) como fuente del derecho y el segundo corrige al contractualismo en el mismo sentido estatalista al concebir a la nación como poder constituyente de un nuevo orden social y político, muy por encima de un mero contrato privatista entre individuos.
Ciertamente, como advierte Fioravanti, los factores propuestos no están exentos de dificultades. Por un lado, el legicentrismo instituye la supremacía del legislador, en cuyas manos, no necesariamente confiables, queda la garantía de los derechos. El problema está en asegurar que la ley sea expresión de la voluntad general y no de una facción, En esta tesitura se requiere la figura del legislador virtuoso. Cabe recordar aquí la preocupación de Juan Jacobo Rousseau en el sentido de que el legislador debe ser capaz de anteponer el interés general sobre el particular, así como la razón sobre la pasión. Por otro lado, el factor constituyente se encuentra atravesado por la antítesis irresuelta entre democracia directa y representativa, es decir, entre la soberanía del poder constituyente y la de los poderes constituidos.
A manera de balance general, Fioravanti señala los puntos débiles y la proyección a futuro de las dos revoluciones analizadas en sus culturas de derechos y libertades:
Si la revolución francesa tiene su punto débil… en la garantía de los derechos, la revolución americana tiene también su punto débil, precisamente por fundamentarse de manera previa e incondicional en esta concepción general del constitucionalismo, demasiado pobre si se compara con el distinto punto de vista de la revolución francesa…
Para los constituyentes franceses el constitucionalismo moderno contiene también, necesariamente, un proyecto y una propuesta para el futuro, la de una sociedad más justa…
También los constituyentes americanos, como los franceses, pensaron obviamente –sobre la base de los comunes ideales iusnaturalistas- en una sociedad futura de libres e iguales. Sin embargo, no existe duda de que también ellos, como los constituyentes franceses, tuvieron sus obsesiones. No se trataba ya, como en el caso de Francia, de la representación de la necesaria unidad de la nación o del pueblo en el legislador, sino… del principio del gobierno limitado. A esto sacrificaron todo lo demás.
Los revolucionarios americanos realizaron así una constitución que es más lugar de competición entre los individuos y las fuerzas sociales y políticas que proyecto común para el futuro. Se trata de una constitución que se funda sobre un único valor dominante, el de la tutela fuerte y absoluta de los derechos individuales, y que deja al margen la constitución como indicador normativo de un conjunto de valores –pensemos otra vez en la igualdad y en los derechos sociales- a realizar colectivamente en el futuro .
En su evaluación de ambas culturas de los derechos, Fioravanti anuncia el advenimiento de la doctrina del Estado social de derecho como una alternativa al individualismo y contractualismo que compartieron las revoluciones francesa y americana, con los matices indicados por el propio Fioravanti. En efecto, el ideal de una sociedad justa e igualitaria proyectado por las revoluciones burguesas chocará con las desigualdades económicas y sociales, para las cuales el individualismo y contractualismo no tienen solución, ya que las consideran resultado natural del régimen de libertades. Ante tal realidad y ante las propias limitaciones del Estado liberal, se tendrán que proponer nuevos derechos, en el marco de un nuevo Estado.
2. La especificación de los derechos en el Estado social
Como bien observa Antonio-Enrique Pérez Luño, los derechos fundamentales nacen con una “marcada impronta individualista, como libertades individuales que configuran la primera fase o generación de los derechos humanos. Dicha matriz ideológica individualista sufrirá un amplio proceso de erosión e impugnación en las luchas sociales del siglo XIX. Estos movimientos reivindicativos evidenciarán la necesidad de completar el catálogo de los derechos y libertades de la primera generación con una segunda generación de derechos: los derechos económicos, sociales, culturales. Estos derechos alcanzan su paulatina consagración jurídica y política en la sustitución del Estado liberal de Derecho por el Estado social de Derecho” .
Con base estas consideraciones, a continuación se abordarán el surgimiento del Estado social y la trayectoria de los derechos económicos, sociales y culturales como respuestas a la desigualdad en las condiciones materiales de vida de una parte importante de los titulares de los derechos de primera generación. También se expondrán las limitaciones del Estado liberal para visualizar la desigualdad económica y social. Asimismo se prestará atención al papel importante que jugó el Estado liberal para transitar de la desigualdad natural a la igualdad jurídica.
2.1 La desigualdad en las condiciones materiales para el ejercicio de los derechos fundamentales y el surgimiento del Estado social
El vínculo funcional de los derechos fundamentales con la sociedad burguesa define los alcances pero también las limitaciones de la vigencia de tales derechos. En efecto, la burguesía utilizó los derechos fundamentales como un instrumento para deslegitimar al antiguo régimen y ganar la adhesión de los estratos inferiores. También los utilizó como garantía constitucional de sus propios intereses plasmados en el derecho privado, al poner los derechos fundamentales como límite a la intervención del Estado en la vida económica y social. Sin embargo, ante la insuficiente capacidad de los estratos inferiores para ejercer de manera efectiva el conjunto de derechos proclamados como universales, la burguesía optó por reducir el contenido de tales derechos a la medida estricta de sus intereses inmediatos, en lugar de impulsar la ampliación de las condiciones materiales para su ejercicio por parte de las clases subalternas. Lo que impedía pensar en algún tipo de acción afirmativa para afrontar esta situación era el argumento de que el libre mercado, resguardado por el Estado policía, daría igual oportunidad a todos los individuos para producir y recibir beneficios económicos, con lo cual estarían en condiciones de ejercer el conjunto de los derechos fundamentales. Como apunta Grimm:
Una vez establecidas jurídicamente la libertad y la igualdad, ambas debían producir de forma automática la prosperidad y la justicia mediante el mecanismo del mercado. En tales circunstancias, cualquier intervención estatal en la sociedad que no sirviera de protección frente a cualquier clase de perturbación, sino que persiguiese ambiciones de gobierno, no podía sino desfigurar el libre juego de las fuerzas y cuestionar el acierto del sistema .
La doctrina del libre mercado y del Estado policía, llamado así por estar limitado a las funciones de seguridad y de obra pública, tenía sustento en dos creencias: 1) las leyes económicas tenían un carácter natural, por lo que el Estado no debería intervenir en la vida económica, ya que con ello alteraría el equilibrio natural del mercado; y 2) una mano invisible convertiría las acciones orientadas por el interés egoísta en beneficio colectivo . En el marco de estas creencias, si acaso alguien se quedaba fuera de los beneficios era por la propia decisión de no participar en el mercado. Como bien lo expone Grimm:
Quien no hubiera alcanzado los bienes necesarios para el uso de los derechos fundamentales, pese a las posibilidades abiertas, probaba con ello su incapacidad subjetiva; su miseria podía considerársele achacable y, en ese sentido, no injusta. Según la convicción del liberalismo, el principio de libertad igual defendía a todos de la explotación privada y del exceso de poder, excluía el dominio de unos miembros concretos de la sociedad sobre otros y admitía las obligaciones entre ciudadanos sólo cuando fueran voluntariamente aceptadas. De este modo, cualquiera tenía la posibilidad de buscar su propio provecho sin que nadie pudiera a ser forzado a negocios desventajosos. Por ello, el acuerdo voluntario… no dejaba lugar a injusticia alguna .
En la práctica, esta concepción dejaba a su suerte a quienes sólo contaban con su fuerza de trabajo como medio de subsistencia. Una de las manifestaciones más escandalosas de esta filosofía del laissez faire, laissez passer fue el trabajo infantil, el cual fue justificado con base en la libertad de contratación y en el derecho a la patria potestad. Bajo este modelo, la sociedad se volvía contra ella misma con el aval del Estado. Por ello, el incipiente sindicalismo, inspirado en las nacientes doctrinas socialistas, empezó a plantear la urgente intervención del Estado para frenar la explotación de los trabajadores y garantizar las condiciones mínimas de bienestar para todos. Así fue como apareció en la agenda de los estados capitalistas la cuestión social, como una causa justificada de intervención del Estado para contrarrestar la desigualdad social y crear las condiciones necesarias que permitieran el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales de manera universal. Como anota Grimm: “si los derechos fundamentales se toman en serio como normas materiales jerárquicamente supremas del ordenamiento, una vez aparecida la cuestión social no puede ya agotarse en mantener a distancia al Estado sino que han de extender su protección a los presupuestos materiales del ejercicio de la libertad y a los peligros que amenazan a ésta desde la sociedad misma” .
Un factor que contribuyó al cambio de visión respecto de la intervención del Estado en la vida económica de la sociedad fue la crisis que sufrió el sistema capitalista mundial a finales de los años 20 del siglo pasado. La Gran Depresión de 1929 reveló, ante la mirada del economista John Maynard Keynes, un fenómeno que no aceptaba la teoría económica clásica: la desocupación involuntaria, provocada por una disminución de la demanda efectiva, causada a su vez por un descenso en la inversión privada, factor vinculado con una baja expectativa de ganancia. Ante esta situación, Keynes propone lo siguiente: “El estado tendrá que ejercer una influencia orientadora sobre la propensión a consumir, a través de su sistema de impuestos, fijando la tasa de interés y, quizá, por otros medios” . No se trataba de implantar un socialismo de estado, mediante la apropiación estatal de los medios de producción, ni mucho menos de menoscabar la libertad personal, sino de “determinar el monto global de los recursos destinados a aumentar esos medios y la tasa básica de remuneración de quienes los poseen…” .
Con base en esta necesidad de intervención estatal para garantizar el acceso de todos a los beneficios de la economía y con ello crear condiciones para el ejercicio efectivo de los derechos fundamentales por el conjunto de los integrantes de la sociedad, se planteó el modelo del Estado benefactor, con “la tarea de velar activamente por la prosperidad y la justicia” . Esta nueva concepción parte del supuesto de que si las condiciones de realización de los derechos fundamentales varían, el orden jurídico debe contener un principio dinámico que le permita “la optimización de la libertad en función de las situaciones cambiantes” .
2.2 De la igualdad jurídica a la igualdad social: transición del Estado liberal al Estado social
Una de las grandes aportaciones del enfoque individualista y contractualista fue establecer el principio de igualdad jurídica frente a las desigualdades “naturales”, las cuales fueron defendidas filosóficamente por pensadores que van desde Platón y Aristóteles hasta Tomás de Aquino y consagradas jurídicamente tanto por el derecho greco-romano como por el feudal. En contra de la sanción jurídica dada en la Antigüedad y en la Edad Media a esas desigualdades, Juan Jacobo Rousseau observó que el derecho trae consigo el paso del estado de naturaleza al estado civil, es decir, el paso de la desigualdad natural a la igualdad jurídica:
El pacto fundamental sustituye ... una igualdad moral y legítima, a la desigualdad física que la naturaleza había establecido entre los hombres, los cuales pudiendo ser desiguales en fuerza o en talento, vienen a ser todos iguales por convención y derecho .
El principio de igualdad jurídica encontró su mejor expresión en las ya citadas declaraciones de derechos de 1776 y 1789, hasta llegar a la Declaración Universal de los Derechos Humanos, signada en 1945, cuyo primer artículo establece que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos...”. La igualdad de derechos que consigna la declaración es incondicional, ya que ninguna distinción de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición, se podrá aducir para conculcar tales derechos o incurrir en discriminación alguna.
La vigencia, ejercicio y respeto de estos derechos no sólo ha enfrentado obstáculos prácticos en los países firmantes de la declaración, sino también embates teóricos de todo tipo que han buscado restablecer la desigualdad jurídica, fundada en la desigualdad natural. Tal fue el propósito de la doctrina nazi de la superioridad racial y de las doctrinas neorracistas. Estas doctrinas incurren en la llamada falacia naturalista, toda vez que pretenden derivar de una supuesta desigualdad de hecho una correspondiente desigualdad de derecho. Además, como lo advierten Peces-Barba y Pérez Luño, no le han faltado enemigos a la tesis de la universalidad de los derechos humanos: desde el romanticismo y el historicismo, pasando por el nacionalismo y las “correcciones” positivista, histórica y realista, hasta el posmodernismo y el relativismo cultural .
El Estado de derecho moderno establece el principio de igualdad jurídica como un medio de protección de los individuos que se encuentran en desventaja física o intelectual, como sugiere Rousseau. Asimismo da a los más fuertes garantía sobre lo que tienen en legítimo derecho, a cambio de que renuncien al abuso de su fuerza y, aunque parezca innecesario, también los protege, ¿de qué? de un posible ataque concertado por los más débiles.
Otro aspecto de la desigualdad natural que trata de superar el Estado moderno mediante el principio de igualdad jurídica es el relativo a la parcialidad con que los individuos ejercen el derecho que les otorga la ley natural de hacer justicia por propia mano, a falta de una autoridad judicial común. Como escribe John Locke: “siendo cada uno juez y ejecutor de la ley natural, con lo parciales que son los hombres en lo que les toca, pueden dejarse llevar a sobrados extremos por ira y venganza, y mostrar excesivo fuego en sus propios casos, contra la negligencia y despreocupación que les hace demasiado remisos con los ajenos” .
Ante tal escenario, en la visión de Locke, el Estado o sociedad política surge como un poder común, libremente aceptado por todos los asociados que pactan su instauración, capaz de impartir justicia de manera imparcial. Frente a la tendencia natural de los hombres a castigar con más fuerza el daño sufrido en carne propia que el sufrido por otros, surge la figura del juez imparcial que castiga con la misma pena la misma falta, independientemente de quien hay sido el infractor o el agraviado.
Ahora bien, Locke y Rousseau comparten el supuesto iusnaturalista de la igualdad esencial de todos los seres humanos, que deriva de su racionalidad y de su dignidad como personas. Esa igualdad esencial puede ser vulnerada por el abuso de la fuerza o por la parcialidad con la que los individuos juzgan su propia causa, por lo cual el Estado surge como restaurador de la igualdad primigenia, traduciendo el derecho natural en positivo, a fin de contrarrestar las desigualdades de hecho. El derecho a la igualdad es llamado “natural” porque es consustancial a la naturaleza o esencia humana, pero no porque exista una igualdad de hecho. Por lo contrario, lo más frecuente y tangible es la desigualdad natural y cultural entre los seres humanos.
El trasfondo histórico del principio de igualdad jurídica fue la posibilidad que abrió la sociedad capitalista de generar igualdad económica mediante la generalización de la propiedad privada y del libre acceso al mercado, a partir del esfuerzo individual. El postulado de la igualdad jurídica buscaba legitimar el derecho a la riqueza como fruto del trabajo y no del privilegio. Como lo escribió Locke: “El fin, pues, mayor y principal de los hombres que se unen en comunidades políticas y se ponen bajo el gobierno de ellas, es la preservación de su propiedad” .
A la postre, la ruta que marcó el Estado liberal hacia la igualdad económica, legitimada por el principio de igualdad jurídica, acabó generando nuevas desigualdades en la distribución de la riqueza. El error fue que tales desigualdades fueron atribuidas solamente a los propios individuos, considerados como únicos responsables de aprovechar o no las oportunidades que les ofrecía el mercado.
En este contexto, el derecho moderno, que significó un avance tremendo respecto del derecho estamental, al romper con el régimen de privilegios, fue insuficiente, en su versión liberal, para hacer efectiva la igualdad y, lo que es peor, para hacer visibles las desigualdades subsistentes, ya que éstas quedaron encubiertas por el principio de igualdad jurídica.
Jürgen Habermas expone muy bien esta limitación del individualismo liberal:
Con la creciente desigualdad de las posiciones económicas de poder, de bienes de fortuna y de posiciones sociales de vida se destruyen, empero, los presupuestos fácticos para un aprovechamiento en igualdad de oportunidades de las competencias jurídicas repartidas de modo igualitario. Si el contenido normativo de la igualdad jurídica no debe convertirse por completo en su contrario, entonces, por un lado, hay que especificar materialmente las normas existentes del derecho privado y, por otro lado, hay que introducir derechos fundamentales de carácter social, que fundamenten tanto el derecho a un reparto más justo de la riqueza producida socialmente como el derecho a una protección más eficaz ante los riesgos producidos socialmente .
De esta manera, el Estado liberal fue capaz de garantizar la igualdad jurídica frente a la desigualdad natural pero incapaz de contrarrestar las desigualdades económica y social, derivadas del libre mercado. Se tuvo, entonces, que dar lugar un nuevo tipo de Estado, mejor dotado para promover una distribución más equitativa de la riqueza y proteger a los sectores sociales menos favorecidos en el reparto del ingreso.
En otras palabras, el principio de igualdad jurídica mostró ser insuficiente para hacer frente a las desigualdades económicas, sociales y culturales. La crítica de Carlos Marx y Federico Engels al “derecho burgués” reveló que la igualdad formal de los individuos, garantizada por las instituciones democráticas, servía para encubrir la desigualdad real entre las clases sociales, producida por el sistema de explotación capitalista. Así es como opera la ideología dominante: presentando los intereses de la clase dominante como si fueran los de la sociedad en su conjunto, con la desventaja de que, a la postre, sólo la clase dominante y sus aliados resulta beneficiada. Como lo señalaron Marx y Engels en la Ideología alemana: “En efecto, cada nueva clase que pasa ocupar el puesto de la que dominó antes que ella se ve obligada, para poder sacar adelante los fines que persigue, a presentar su propio interés como el interés común de todos los miembros de la sociedad…” .
La crítica a la igualdad jurídica como un mecanismo ideológico de encubrimiento de la desigualdad real, planteada a mediados del siglo XIX, derivó en una teoría y práctica socialistas que dieron lugar, a principios del siglo XX a la revolución soviética, la cual prometió una democracia real, es decir, con igualdad social, y no meramente formal, esto es, con mera igualdad jurídica. Ante las presiones del Estado soviético y ante la persistencia de las desigualdades que el sistema capitalista mundial no acertaba a disminuir, se llegó, en el contexto de la Guerra Fría, a la adopción del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966), donde los derechos civiles y políticos de las personas se ven enriquecidos con los derechos a la seguridad social, al trabajo, a formar sindicatos, a la salud, a la alimentación, a la vivienda, a la educación, y a la cultura, entre otros.
A diferencia de los derechos civiles y políticos, que tienen sustento en la limitación del poder del Estado sobre los individuos, el reconocimiento y ejercicio de los derechos económicos, sociales y culturales requiere, por parte del Estado, la promoción de un conjunto de acciones orientadas a reducir las desigualdades en la distribución de los bienes producidos por la sociedad.
Los derechos económicos, sociales y culturales, conocidos como derechos de segunda generación, complementarios de los derechos civiles y políticos, fueron resultado de las luchas de los trabajadores y grupos sociales marginados en el reparto de la riqueza, por mejorar sus condiciones de trabajo y de vida.
El punto de partida de estos derechos estriba en el reconocimiento de la desigualdad económica, social y cultural entre los individuos y entre los pueblos. Precisamente el problema del contraste entre países desarrollados y subdesarrollados da lugar a que se reconozca, en esa época, el derecho de todos los pueblos al desarrollo. Como lo establece el primer artículo del referido Pacto: “Todos los pueblos tienen el derecho de libre determinación. En virtud de este derecho establecen libremente su condición política y proveen asimismo a su desarrollo económico, social y cultural”.
Con el fin de hacer frente al reto de la desigualdad económica, social y cultural entre los individuos y entre los pueblos, se constituyó el Estado social o benefactor. La política seguida por este Estado, también conocido como socialdemócrata, se basó, de acuerdo con Anthony Giddens, en la búsqueda de la igualdad: “Una igualdad mayor ha de lograrse mediante diversas estrategias de nivelación. La imposición progresiva, por ejemplo, vía Estado de bienestar, quita a los ricos para dar a los pobres. El Estado de bienestar tiene dos objetivos: crear una sociedad más igual, pero también proteger a los individuos durante el ciclo vital” .
2.3 Trayectoria de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales
Los derechos económicos, sociales, culturales adquieren reconocimiento internacional en la ya citada Declaración Universal de Derechos Humanos. El Art. 22 de esta declaración establece que “toda persona como miembro de la sociedad, tiene derecho a la seguridad social y a obtener, mediante el esfuerzo nacional y la cooperación internacional, habida cuenta de la organización y los recursos de cada Estado, la satisfacción de los derechos económicos, sociales y culturales indispensables a su dignidad y al libre desarrollo de su personalidad”. Sin lugar a dudas, la incorporación de estos derechos al mundo de los derechos humanos reconocidos por los países miembros de la Organización de las Naciones Unidas constituye un avance significativo respecto de declaraciones anteriores.
Las declaraciones de derechos de Virginia (1776) y las francesas de 1789 y 1848 consagran fundamentalmente los derechos civiles y políticos. Cabe advertir que en paralelo a la línea individualista liberal en la que se inscriben estas declaraciones, corre la línea social que bien podemos remontar a la declaración jacobina de 1793, en la que se postula el compromiso de la sociedad con la subsistencia de los ciudadanos en situación desfavorable y la educación para todos. También nos podemos remitir a la célebre proclama independentista Sentimientos de la Nación (1813), donde José María Morelos reclama que las leyes deberán moderar “la opulencia y la riqueza, y de tal suerte se aumente el jornal del pobre, que mejore sus costumbres, aleje la ignorancia, la rapiña y el hurto” (Art. 12).
Otro antecedente importante en la línea social es el conjunto de derechos (a la educación, a la tierra y laborales) que incorporó la Constitución Mexicana de 1917, como resultado de la Revolución que estalló en 1910. Mención especial merece la experiencia de los países socialistas, con la Unión Soviética a la cabeza, los cuales dieron prioridad a los derechos económicos, sociales y culturales bajo el criterio de que la democracia sustantiva o socialista es aquella que garantiza la igualdad de condiciones materiales de vida entre los individuos, en contraste con la democracia formal o liberal que proclama la igualdad de derechos políticos de las personas sobre una base de desigualdad económica y social. Lamentablemente, los países del bloque socialista sacrificaron los derechos civiles y políticos, con lo que pervirtieron el sentido histórico de la aparición de los derechos económicos, sociales y culturales: garantizar la universalidad de los primeros.
En los años posteriores a la Declaración de 1948, en el contexto de la segunda posguerra mundial, se da una reactivación económica considerable que favorece la aparición del Estado benefactor en los países capitalistas desarrollados. Como era de esperarse, en el marco del llamado welfare state, tiene un auge considerable la positivización y el disfrute de los derechos económicos, sociales y culturales en los países capitalistas centrales. Sin embargo, a la sombra de la bonanza en el capitalismo avanzado se genera el mundo del subdesarrollo, al que pertenecen la mayoría de los países del orbe. Esta convivencia oprobiosa entre desarrollo y subdesarrollo fue el escenario en el que diversos gobiernos signaron el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (1966) y la Declaración sobre el Progreso y el Desarrollo en lo Social (1969).
El Pacto de 1966 retoma el criterio de la Declaración Universal de que “no puede realizarse el ideal del ser humano libre, liberado del temor y la miseria, a menos que se creen condiciones que permitan a cada persona gozar de sus derechos económicos, sociales y culturales, tanto como de sus derechos civiles y políticos”. También retoma el Pacto el criterio de que el cumplimiento de los derechos económicos, sociales y culturales se encuentra condicionado a la disponibilidad de recursos de los estados para garantizarlos: “Cada uno de los Estados Partes en el presente Pacto se compromete a adoptar medidas, tanto por separado como mediante la asistencia y la cooperación internacionales, especialmente económicas y técnicas, hasta el máximo de los recursos de que disponga, para lograr progresivamente por todos los medios apropiados… la plena efectividad de los derechos aquí reconocidos” (Art. 2). De esta manera, el acceso de la población a los beneficios de los derechos al trabajo, a la protección de la familia, a la salud física y mental, a la educación y a participar en la vida cultural queda condicionado por el nivel de desarrollo económico que hayan alcanzado los estados signatarios del pacto.
El vínculo estrecho entre el desarrollo económico y el cumplimiento efectivo de los derechos consignados en el Pacto de 1966 es asumido plenamente en la Declaración de 1969. En esta declaración se entiende por desarrollo social “la elevación del nivel de vida tanto material como espiritual de todos los miembros de la sociedad, dentro del respeto y cumplimiento de los derechos humanos y las libertades fundamentales” (Parte II, primer párrafo ) Así definido el desarrollo social, la propia declaración subraya “la interdependencia del desarrollo económico y del desarrollo social en el proceso más amplio de crecimiento y cambio, y la importancia de una estrategia de desarrollo integrado que tenga plenamente en cuenta… sus aspectos sociales”. En virtud de tal interdependencia, la Declaración de 1969 contempla acciones de promoción del desarrollo en los países subdesarrollados, que incluyen “la modificación de las relaciones económicas internacionales y la aplicación de nuevos y perfeccionados métodos de colaboración internacional” (Parte II, Art. 12, a), así como el impulso de la industrialización, la planeación integrada y la adopción de medidas legislativas pertinentes.
La crisis ambiental que vive el planeta como resultado de los procesos descontrolados de industrialización y desarrollo tecnológico en los países avanzados y de crecimiento demográfico en el mundo subdesarrollado, genera una gran preocupación en las Naciones Unidas. Para hacer frente al reto de los graves índices de contaminación ambiental y el consiguiente deterioro del equilibro ecológico en vastas regiones de la Tierra, se llevó a cabo en Estocolmo la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente Humano, dando lugar a la Declaración sobre Medio Ambiente Humano de 1972. En esta declaración se incorpora la dimensión ambiental al concepto de desarrollo integral que sugiere la Declaración de 1969. En este sentido, la Declaración de Estocolmo establece el siguiente principio: “A fin de lograr una más racional ordenación de los recursos y mejorar así las condiciones ambientales, los Estados deberían adoptar un enfoque integrado y coordinado de la planificación de su desarrollo, de modo que quede asegurada la compatibilidad del desarrollo con la necesidad de proteger y mejorar el medio ambiente humano en beneficio de la población” (Principio 13). A partir de la Declaración de Estocolmo se ha venido hablando de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales (DESCA) .
El desarrollo económico, visto como condición de posibilidad del ejercicio de los DESCA se convierte a mediados de los años ochenta del siglo XX en objeto de un derecho más amplio, que abarca prácticamente todos los derechos reconocidos hasta ese momento. Se trata del derecho al desarrollo. Este derecho es definido en la Declaración sobre el Derecho al Desarrollo (1986) en los siguientes términos: “es un derecho humano inalienable en virtud del cual todo ser humano y todos los pueblos están facultados para participar en un desarrollo económico, social, cultural y político en el que puedan realizarse plenamente todos los derechos humanos y libertades fundamentales, a contribuir a ese desarrollo y a disfrutar de él” (Art. 1, párrafo 1). El derecho al desarrollo también implica la libre determinación de los pueblos y la plena soberanía de éstos sobre sus riquezas y recursos naturales (Art. 1, párrafo 2). En definitiva, la Declaración de 1986 introduce un derecho integrador de todos los demás derechos que se erige en principio y fin del sistema de los derechos humanos reconocidos por las Naciones Unidas. En este marco, los DESCA pasan a ser algunos de los aspectos del derecho al desarrollo.
La Declaración sobre el Derecho al Desarrollo, como el pacto y las declaraciones antes referidos, proclama la indivisibilidad e interdependencia de los derechos o aspectos de los mismos, al tiempo que reconoce el carácter progresivo de su consolidación. Bajo estos criterios, los estados firmantes de la declaración se comprometen a adoptar las medidas necesarias para garantizar el derecho al desarrollo en la integralidad de sus dimensiones. Sin embargo, esta visión global del desarrollo tuvo que ser focalizada coyunturalmente a su dimensión política, en virtud de la incorporación de algunos países que pertenecieron al antiguo bloque socialista a la comunidad de democracias capitalistas.
Después de la caída del Muro de Berlín (1989), se generó una nueva ola democratizadora que colocó en la agenda internacional el tema de la “expansión y consolidación histórica de la democracia en todo el mundo”, como lo consigna la Declaración de Varsovia “Hacia una Comunidad de Democracias”, signada por 106 países en el año 2000.
Esta declaración introduce una nueva perspectiva con respecto a las dimensiones política y económica de los derechos humanos, toda vez que se asume la relación de mutua determinación entre ambas. Dicho de otra manera, en los años de la Guerra Fría se consideraba que el ejercicio de los derechos civiles y políticos, es decir, democráticos, dependía de la existencia de las condiciones económicas, sociales y culturales que permitieran ejercer tales derechos. También se dijo que el desarrollo económico era necesario para el desarrollo social, esto es, para el ejercicio pleno de los DESCA. En cambio, tras el fin de la Guerra Fría, con un número importante de países ex – socialistas tocando la puerta a la democracia liberal, se cae en la cuenta de que esta última es coadyuvante del desarrollo económico. Así lo conciben los representantes de los países firmantes de la Declaración de Varsovia: “Reconocemos la importancia que dan nuestros ciudadanos a mejorar las condiciones de vida. Asimismo, reconocemos los beneficios mutuamente vigorizantes que ofrece el proceso democrático para lograr un crecimiento económico sostenido. Con ese fin procuraremos asistirnos unos a otros en el desarrollo económico y social, incluida la erradicación de la pobreza, como factor contribuyente esencial para la promoción y preservación del desarrollo democrático”.
Como se puede apreciar, se ha construido una concepción integradora que permite visualizar a los DESCA en estrecha relación con el desarrollo económico, el derecho al desarrollo y la democracia. El carácter dinámico de esta visión refleja la complejidad del movimiento histórico de la segunda mitad del siglo XX y de los albores del XXI. Las Naciones Unidas han pasado de una visión economicista de los derechos humanos a una concepción integral del desarrollo, con un énfasis, por razones coyunturales, en la mutua implicación entre desarrollo económico y democrático, así como en la noción de desarrollo sostenible.
La implicación entre desarrollo económico y democracia no es ajena a pensamiento neoliberal, que vincula los procesos de liberalización económica y política, bajo el argumento de que el desmantelamiento del Estado benefactor contribuye al desarrollo de la economía de mercado y de que la democracia liberal forma individuos competitivos que son funcionales a la lógica mercantilista. Ciertamente, desde la óptica neoliberal, la democracia puede contribuir al incremento excesivo de la demanda social y convertirse en un factor de ingobernabilidad. Por ello, no resulta extraño que algunos gobiernos neoliberales prefieran operar bajo un esquema político autoritario.
Una visión alternativa de la democracia, de carácter participativo, rechaza el individualismo y la autocontención de la demanda que pregona el neoliberalismo, proponiendo a cambio la participación social en el diseño de las políticas públicas, lo cual garantiza un impulso efectivo a los DESCA. La experiencia de los presupuestos participativos en algunas ciudades de América Latina tiene que ser evaluada a la luz de la perspectiva de una relación de mutuo reforzamiento entre democracia y DESCA. En otras palabras, la política social, entendida como una política de derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, si es participativa, construye a los sujetos sociales que la van a evaluar e inclusive reformular.
Una nueva relación sociedad – gobierno, bajo el principio de participación corresponsable, podrá garantizar el ejercicio pleno de los DESCA y con ello sentar las bases empíricas para impulsar una nueva concepción sobre el papel crucial de la democracia en la positivización y el cumplimiento efectivo de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales, a nivel local, nacional y, desde luego, en el ámbito del mundo globalizado
Conclusiones
A lo largo de este ensayo, hemos tratado de abordar dos momentos en el proceso de universalización de los derechos humanos. El primer momento, que detona el proceso, fue presentado en su dimensión sociológica, histórica y cultural. Por cuanto a la primera dimensión, se mostró que los derechos fundamentales, como derechos universales, son un producto de la sociedad burguesa (1.1). En lo referente a la perspectiva histórica, se expuso el contexto de aparición de los derechos fundamentales, destacando dos años cruciales: 1776 y 1789 (1.2). Por lo que se refiere a la dimensión cultural, se identificaron como común denominador de la cultura de los derechos fundamentales el individualismo y el contractualismo, con sus respectivos matices historicista y estatalista para los casos americano y francés (1.3). Con todos estos elementos puede configurarse la siguiente tesis: los derechos humanos son una categoría histórica porque su universalidad, que constituye su característica esencial, surge cuando una clase social tiene la capacidad para constitucionalizar derechos universales, así como proyectarlos como parte de una sociedad futura, justa e igualitaria, independientemente de que el comportamiento de esa clase hubiese sido o no consecuente con el ideal propuesto.
La proyección que hace la burguesía de los derechos universales pasa por un proceso de apropiación crítica de los derechos propuestos por los intelectuales y las clases subalternas (2.1), dando lugar a un esfuerzo para concretar el paso de la universalidad como punto de partida a la universalidad como punto de llegada. Un primer intento en tal sentido fue la propuesta del Estado social o de bienestar y la positivización de los derechos económicos, sociales y culturales en los países desarrollados. Se trata de un segundo momento, que no el último, en el proceso de universalización de los derechos humanos. Este momento fue expuesto en el segundo capítulo de este trabajo en su fase preparatoria y e su fase propositiva. En la primera fase (2.2) se destacan las a las limitaciones del Estado liberal para garantizar de manera efectiva el ejercicio de los derechos universales por todos los sectores de la sociedad. En la segunda fase (2.3) se exponen, en perspectiva histórica, la formulación, ampliación y vinculación con el desarrollo y con la democracia de los derechos económicos, sociales y culturales.
Ciertamente se echa de menos, en el segundo capítulo, un análisis del proceso de adopción y apropiación en los ámbitos político, jurídico y cultural de los DESCA, referido a casos concretos, que permitiera abordar con suficientes claves interpretativas la llamada crisis del Estado de bienestar. Nos queda claro que toda propuesta alternativa al estado de malestar de los derechos humanos que se vive bajo el modelo neoliberal no se podrá formular sin una evaluación objetiva de los alcances y limitaciones de los propios DESCA.
Por lo pronto, una enseñanza que nos deja el tratamiento conjunto de los derechos de primera y segunda generaciones es que, en sentido histórico, forman parte de una secuencia evolutiva, con algunas involuciones (fascismo, neoliberalismo), pero la relación que tienen entre sí es circular, en sentido lógico. Hay entre unos y otros derechos una doble implicación: los DESCA son prerrequisitos jurídicos para garantizar las condiciones materiales de ejercicio cabal de los derechos civiles y políticos, al mismo tiempo que estos últimos son el instrumento jurídico-político por excelencia para positivizar de manera universal e irreversible los propios DESCA. El círculo virtuoso entre ambos tipos de derechos es que aquellos titulares efectivos de los derechos civiles y políticos voten por políticas de acción afirmativa (igualdad por diferenciación) y los beneficiarios de estas políticas sean capaces de renunciar lo más pronto posible a esa condición, retribuyendo el beneficio a las generaciones venideras, una vez constituidos en titulares efectivos. De esta manera, la especificación de los derechos no se volvería un lastre económico para el Estado sino un impulso para avanzar en la universalidad de los derechos como punto de llegada.
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